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Hay invitaciones que te dejan de “una pieza”. Medio minuto después de haber aceptado, te das cuenta de que corresponder va a suponer un reto, especialmente cuando tu nombre, tu persona, va a aparecer en una esfera que consideras superior a la tuya. ¡Escribir algo para publicarlo en una Biblia! Ni prólogo, ni introducción, ni siquiera presentación: solamente puedo decir lo que creo que un cristiano puede decir cuando ve la Palabra de Dios hecha libro: que se hizo para leerla.
Para los creyentes, este volumen es sagrado. En él, Dios nos cuenta quien es él y quienes somos nosotros. Nos lo cuenta a través de palabras humanas, de historias de personas, de cantares de boda y de poesías de pastores, de lamentos llorosos y de símbolos exuberantes. Dios nos ha hablado a través de su Palabra, que es su hijo, Jesús de Nazaret: el Antiguo Testamento es el camino que lleva hasta él. El Nuevo Testamento, el camino que parte de él.
Me gustó una frase que un amigo sacerdote puso en su recordatorio de primera misa: Solamente hay una cosa importante en la vida, haber encontrado a Cristo para la verdadera vida. Lo dijo san Ignacio de Antioquía, en el siglo II. Encontrar a Cristo, aquí y ahora, requiere acercarse al Evangelio y al resto de las Sagradas escrituras, porque —como escribiera san Jerónimo— la ignorancia de la Escritura es ignorancia de Cristo.
La lectura sosegada de la Biblia es una delicia incomparable. Dios ha hablado y habla. Dios lee. Y Dios escribe: Dios Padre escribió con su dedo los diez mandamientos; el Hijo escribió en la arena del suelo ante la mujer acusada por los doctores de la ley, y san Pablo nos dice que somos una carta escrita por Cristo, y que la tinta es el Espíritu Santo. Dios podría haber escrito la Biblia, él solito. Pero como quiere hacerlo todo junto con nosotros, lo hizo con autores humanos que pusieron por escrito lo que él les fue inspirado, en su mente y en su corazón y con la cultura que ellos tenían (importante no olvidarlo). Y salió este libro que es dulce... Dulce como un pestiño: que así es como acaba la Biblia, con san Juan que oye a un ángel decirle que devore un librito que le sabrá en la boca dulce como la miel.
A quien se considere no creyente, yo le aconsejaría que también lea la Biblia. No hacerlo es mal negocio. Lo digo sin arrogancia, como una indicación en un cruce, convencida de que, si me hace caso, nunca me lo agradecerá lo suficiente. Sin conocer la Biblia, no creo que haya persona que pueda considerarme “muy leída”. Gutemberg comenzó su aventura de la imprenta precisamente por este libro, que es el más veces impreso y traducido de la historia de la Humanidad. Sin saber de Biblia, usted saldrá del Museo del Prado, del Louvre, de los Uffizi o del Hermitage sin saber lo que ha visto. Yendo con Miguel Ángel, ni entenderá la Capilla Sixtina, ni sabrá explicar la serenidad de la Piedad, ni el movimiento del David, ni los cuernos del Moisés (¡con perdón!). No sabrá que están cantando las corales de Heandel, ni podrá entender el Requiem de Mozart ni entender la emoción musical de las más altas composiciones de Bach. Con la Biblia hay que ir, debajo del brazo, a ver y entender películas de Fellini y de Buñuel. Sus palabras son tan nuestras y están tan dentro de nuestra cultura, que las encontraremos en lugares tan insospechados como las discotecas de hace casi cuarenta años, cuando la juventud de la movida bailaba al son de Boney M aquello de “Rivers of Babylon”, que no es otra cosa que el salmo 137.
La Biblia debería leerse y debería estar en todo hogar, cada persona debería tener la suya. Es el libro por excelencia: el más divino y también el más humano. Ningún otro escrito ha hecho tanta humanidad como este, durante siglos y milenios: llorar con Job, lamentarse con Jeremías, reír con Jonás, apasionarse con David, juzgar sabiamente con Salomón, buscar el amor con Rut, arriesgar como Ester, cumplir con tu deber como Noé, responsabilizarse con las libertades como Moisés.
A san Juan Pablo II le gustaba repetir: “La Sagrada escritura, la Biblia, es el libro de las obras de Dios y de las palabras del Dios vivo”. Lo dijo en aquella ocasión y en Chestojova, muy cerca de su amada Cracovia, fue una Jornada Mundial de la Juventud histórica. Por primera vez se congregaron los jóvenes de la rica Europa con los jóvenes de detrás del telón de acero. El sueño de Juan Pablo II de una Europa unida en sus raíces cristianas, y una Europa donde desde los Urales al Atlántico, demostraba que no había sido una “utopía Wotjla” sino una auténtica realidad. Y a los pies de la Virgen reina de Polonia, el Papa recordó la Biblia diciendo que la obras y las palabras de Dios: no podemos olvidarlas, tenemos que leerlas, reflexionarlas y que sean escuela de vida. Ojalá, amigo, amiga, que te haya convencido a leer la Biblia, la Palabra de Dios, y a volver una y otra vez a sus páginas, con la seguridad de que siempre Porque, como nos avisaba san Gregorio Magno, “la Sagrada Escritura crece con quien la lee”.
Paloma Gómez Borrero, periodista.
Prologuista de la obra.